EL ORIGEN DE LOS SELLOS

1. El nombre y el retrato fisonómico

Las más primitivas matrices de la Antigüedad llevaban dibujos geométricos, animales, etc. que sólo eran reconocidos por un pequeño círculo de próximos. Bastaba para entonces; pero pronto se hizo necesario añadir al contenido grabado en la matriz indicaciones que permitieran reconocer quién era el titular en un círculo mucho más amplio. Tal necesidad surge porque el sello es un signo personal dirigido a los demás y algunos de sus sentidos o valores dependen de quién sea el titular, de la posición que ocupe en la sociedad. El avance nace del ensanchamiento de los círculos de relación, del incremento de la comunicación en suma.

Para personalizar el sello, para marcar en él quién es el titular de modo que muchos puedan saberlo, la manera que primero aparece es escribir su nombre. Naturalmente, esto no fue posible antes de adquirir cierto desarrollo la invención de la escritura. Los más antiguos sellos que llevan estas indicaciones se hallan en Sumeria en el tránsito del III al II milenio a.C. La leyenda consta generalmente del nombre del titular, el de su padre y los cargos que desempeñaba. Los componentes de la leyenda son una constante: son los mismos que hallamos en las leyendas de nuestros sellos medievales. La leyenda, expresiva de la identidad del titular, se complementa a veces con la escena de la justificación del poder que posee. Por ejemplo, recibiendo los atributos correspondientes de manos de un rey o de un dios. En esta escena aparece, naturalmente, la figura del titular, pero la identificación no se basa en esta figura convencional y diminuta, sino en el nombre; la escena sirve para hacer saber de manera plástica el poder que tiene y de quién lo ha recibido. Esta escena de la justificación del poder, de tan antiquísimo origen, se halla luego abundantemente en Bizancio, tanto en las monedas como en los sellos: el basileus recibe el poder de Cristo. Pasa a la Italia bizantina y se halla en las bulas de los normandos, de los dogos de Venecia, que reciben el poder de San Marcos, y en las bulas de los papas, con las cabezas de San Pablo y San Pedro, llega hasta nuestros días.

Pero la gran aportación a la personalización de los sellos: el retrato del titular, se debe a la cultura helenística-romana; es un modelo occidental que se contrapone al modelo oriental del nombre. La contraposición de estas dos fórmulas básicas tiene profundas raíces culturales: se manifiesta por eso también en otros campos. Para las mentalidades primitivas, no analíticas, tanto el nombre como la imagen de la persona participan de su esencia, pues no existen sin ella. Por eso, más que designarla, la representan; algo nos queda todavía en la consideración de las imágenes sagradas. Recordemos, en la cultura greco-romana, las imagines de antepasados, las estatuas y bustos de los emperadores,… Por el contrario, en las culturas orientales es constante el rechazo a las representaciones de seres animados; las inscripciones toman de alguna manera su lugar y se utilizan con fines ornamentales.

En los sellos de tipología oriental, la leyenda se desarrolla en líneas paralelas, sean horizontales (sellos bizantinos, árabes), sean verticales (sellos chinos). La leyenda circular, siguiendo el perímetro del campo, es una invención mediterránea occidental, difundida sobre todo por la moneda romana. En las monedas bizantinas y árabes (en las almohades, las más ortodoxas), en los mosaicos bizantinos, etc. las leyendas se disponen siempre en líneas paralelas.

2. Los retratos jerárquicos

La edad media traerá una interesante modificación a esta manera de expresar quién es el titular del sello: el retrato fisonómico se transformará en un retrato jerárquico, una imagen del titular que manifiesta no los rasgos de su rostro, sino el lugar destacado que ocupa en la sociedad, su categoría social. Nuevamente se amplía el círculo de reconocimiento: el rostro era conocido sólo por los más próximos, los atributos, insignias y actitud de la figura que ahora se graba en el sello permiten a muchos, aun sin comprender la leyenda, saber quién es el titular, siquiera cuál es el escalón social elevado en el que está situado.
Es semejante, en esto, al que se produjo en Europa occidental desde fines del siglo X a mediados del XII, cuyas consecuencias fueron la implantación de los apellidos estables y de los emblemas heráldicos familiares. Más adelante veremos cómo también hubo entonces una repercusión notable en los sellos.

La aparición del retrato jerárquico del titular en los sellos de validación está en concordancia perfecta con hechos tales como el uso de apellidos estables y la generalización del uso de los emblemas heráldicos. Hay por entonces en el Occidente europeo, en un largo proceso que comienza a fines del siglo X, un claro deseo de darse a conocer a los demás, de mostrar la propia personalidad, probable consecuencia de un incremento de la comunicación, en relación directa también con el renacimiento urbano, la concentración de la población en áreas urbanas, uno de los hechos más trascendentales de nuestra civilización. Sellos, emblemas heráldicos y apellido son en definitiva signos de la individualidad personal, que sirven para darse a conocer, para manifestarse, para transmitir a los demás la propia identidad, para ampliar, en suma, el círculo de conocimiento. Para los niveles más altos, la exhibición de la propia personalidad se centra en la jerarquía social, que los retratos de los sellos expresan en las insignias de poder y en las actitudes.

Y por esto las fórmulas gráficas de los retratos se agrupan en tipos. Si la imagen proporcionada por el sello sirve para darse a conocer en ámbitos mayores que el de los próximos, el modelo del retrato, el tipo, llega a adquirir valor de signo, que significa la pertenencia a determinado grupo social. De modo que, para mostrar la pertenencia a ese grupo habrán de conservarse cuidadosamente las características básicas del tipo, pues de otro modo el titular del sello se alejaría del grupo. Estas ideas explican perfectamente por qué se mantienen con rigor en sus áreas respectivas -en los primeros tiempos, antes de que las mutuas influencias lo perturben- el tipo ecuestre mediterráneo -jinete visto por su lado izquierdo- y el tipo anglofrancés -jinete visto por su lado derecho-. El detalle de la orientación hoy nos parece cuestión baladí, pero es parte de la percepción de la imagen a primera vista y de su valor como signo en consecuencia. Por esta razón se mantiene -desde luego de modo intuitivo, no premeditado- no por falta de iniciativa o de imaginación para cambiarla.

3. El linaje

Tras la difusión de la idea de linaje a partir del siglo XII, la indicación de a cuál se pertenece es otra de las referencias utilizadas para mostrar la propia identidad, pues el linaje se supone conocido en un círculo más amplio que la persona. Los dos signos habituales en este tiempo para expresar la pertenencia a un linaje son el uso por todos sus miembros de un mismo escudo de armas o emblema heráldico y de un mismo apelativo o apellido. Los testimonios muestran que la pertenencia se muestra primero por el uso de un mismo emblema, antes que por el uso de un apellido fijo, al menos en los niveles sociales no muy elevados.

En numerosos sellos del siglo XIII, especialmente castellanos, el linaje viene indicado no por un apellido, sino solamente por el emblema, que constituye el motivo gráfico fundamental del sello. En la leyenda, la denominación de su titular comprende sólo el nombre de pila y el patronímico. Los emblemas heráldicos tuvieron así un efecto social que hoy calificaríamos de democratizador al facilitar el acceso a la posesión de un sello a las personas que no podían hacerse representar en él mediante un retrato jerárquico, por no pertenecer a los escalones sociales que estos retratos significaban.

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