«Buceando en la historia de la filatelia»

El gobernador civil que aprendió a lavar sellos usados.

José María SEMPERE
Asociación Internacional de Expertos en Filatelia

En España somos tan proclives al fraude, que cuando una estafa o delito contra la propiedad se practica en beneficio propio por parte de un individuo de clase media o baja y en perjuicio de un rico, de una empresa importante o de un estamento del Estado, no se le suele calificar de estafador o delincuente; es habitual señalar a dicho individuo como un «pícaro». Pero el término pícaro ha perdido el concepto que nos da el diccionario: «vil, ruin, falto de honra y vergüenza» y lo hemos redefinido como individuo astuto, sagaz, espabilado y más listo que los demás, para desnudarlo de sus connotaciones éticamente negativas. Hoy hasta nos resulta agradable oír decir: ¡Qué pillo, o que pícaro eres! No es ningún insulto, sino un signo de listeza.
Así, pues, no es de extrañar que una sociedad como la nuestra haya visto aflorar más fraudes postales que ninguna otra en el mundo.
No hablaremos ahora del correo «fuera de valija», que es el más antiguo fraude postal, tan antiguo como el mismo correo una vez es institucionalizado como servicio público exclusivo del Estado. Pasaremos por alto el tan extendido fraude del siglo XVIII que era el remitir la correspondencia privada como si fuera pública para gozar de la exención de pago de los portes (algo que nos ha dejado una extensa normativa sobre el uso del llamado «sello negro» por ser estampado el escudo de Castilla y León con tinta de ese color para significar que la carta gozaba de franquicia).
Situémonos en el momento de aparición del sello adhesivo de correos en España. Estamos en 1849. Concretamente el día 1 de diciembre de ese año se promulga el Real Decreto por el que se crea el sello. Y ya, antes de que aparezca el primer sello del 1 de enero de 1850, el legislador (que se lo ve venir, conocedor de la sociedad sobre la que actúa) trata del posible uso de los sellos ya servidos. Desde luego no se equivocó, conocemos la primera carta circulada con sello servidos y lavados ya ese mismo año de 1850. De la misma forma que en el mismo 1850, a los escasos tres meses se falsificó por medio de la imprenta el primer sello.
Durante los años siguientes el lavado de los sellos fue un fraude ampliamente extendido. La Administración luchó contra él y prueba de ello es la extensa legislación al respecto, ya sea sancionado a los defraudadores, ya sea intentando prevenir el fraude con tintas que pretendían ser imborrables de los sellos; o inventando matasellos que los anularan de tal forma que los inutilizaran definitivamente como el de taladro de 1876. Ese matasellos tenía 16 punzones que atravesaban sello y carta lo que pillaran; una auténtica aberración que levantó tan grandes protestas como para obligar a Correos a limar esos punzones y utilizarlos sin que perforaran el sello, aunque dejaran habitualmente un lamentable manchurrón para desespero de los coleccionistas filatélicos. No es de extrañar que en España llamemos «matasellos» a las cancelaciones postales, porque el objetivo era matarlos bien muertos para su uso en la correspondencia, lo que ocurrió es que también los dejaban inservibles para la filatelia.
En esa batalla contra la reutilización de los sellos es donde situamos el documento que transcribimos más adelante. Se trata de una comunicación del Gobernador Civil de Córdoba efectuada al Ministro de la Gobernación a raíz de la recepción de un anónimo. Este celoso Gobernador, como el mismo explica, es sabedor que los anónimos, aunque arma de cobardes, pueden encerrar afirmaciones ciertas tanto como falsas. Así pues, ni corto ni perezoso, se puso manos a la obra: se rodeó de personas de su confianza, cogió unos sellos matasellados y los lavó. Debió parecerle que le quedaban lo suficientemente limpios como para engañar a los empleados de Correos y los envió, con la correspondiente denuncia a Madrid, al Ministro de la Gobernación. Dejemos que nos lo explique él mismo: «En esta provincia, así como en muchas otras, existe la detestable costumbre de denunciar hechos verdaderos o falsos por medio de anónimos, no puede extrañar por tanto el que recibí el día de anteayer, demostrando que en esta ciudad se dedican algunas personas a la expedición de sellos de franqueo de la correspondencia aprovechando los inútiles que expenden a un precio inferior al marcado en la tarifa. Para afirmarme en la certeza de esta denuncia y cerciorarme del hecho que podía ser exacto aunque envuelto en el anónimo, me he asociado de personas de mi mayor confianza, y de las operaciones de prueba practicadas con la mayor reserva, resulta que despegando el sello inútil y colocándolo extendido sobre el dedo índice, se frota con una bolita de jabón, mojando el dedo con agua de cuando en cuando, hasta que el sello queda limpio como las muestras que tengo el honor de incluir a V.E. y cuya explicación es la misma que me dio el anónimo.
Extendido por el vulgo un método tan sencillo y económico de fraude, los valores de la venta habrán de resentirse de un modo considerable, y por tanto creo es mi deber ponerlo en conocimiento de V.E. a fin de que puedan emplearse para los sellos otras tintas cuya preparación resista a los medios fraudulentos y eviten la estafa.
Dios guarde a V.E. muchos años.
Córdoba 5 de septiembre de 1854
Excmo. Sr. Ministro de la Gobernación del Reino».
Nos gustaría creer que hoy en día, casi un siglo y medio después, el celo de nuestras autoridades velando por el servicio postal sea el mismo que el de aquel gobernador. Pero mucho nos tememos que no.
Las últimas falsificaciones de sellos ( Juan Carlos I y Miró), las partidas procedentes de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre que hace unos años se comercializaron de manera fraudulenta en grandes cantidades (unos perfectamente impresos y otros a falta de alguna tinta, con los colores o los dentados desplazados, etc.), o el supuesto lavado masivo de sellos calcográficos de alto valor facial de Juan Carlos I, son ejemplos en los que no se ha podido ver una decidida y eficaz actuación de la Administración. El real decreto de 1 de setiembre de 1854, por el que se reformaron las tarifas de Correos, argumentaba que «en una carta puede encerrarse el honor o la fortuna de una familia…». Muy probablemente, en la actualidad, ese argumento sólo merecería una sonrisa por parte de nuestras autoridades postales.
No todo lo que nos ha deparado el siglo XX ha sido progreso.

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